ALIEN: ROMULUS. El retorno de la gloria extraterrestre / Reseña CON SPOILERS
Seguramente, cuando concibió aquella monster movie que vería la luz en 1979, Ridley Scott ni se imaginó que aquella criatura terminaría convirtiéndose en todo un icono cultural capaz de perdurar hasta nuestro presente. Y es que la saga de Alien no ha dejado de crecer desde entonces, primero con una grandiosa secuela (considerada por muchos la mejor entrega de toda la franquicia) y luego con un aluvión de continuaciones a través de los medios audiovisuales y escritos, desde videojuegos hasta cómics, pasando también por novelas.
Como se ha dicho anteriormente, el aporte terrorífico es quizá lo más destacable, teniendo en cuenta que la franquicia ha derivado con los años en algo mucho más centrado en la acción, habiéndose perdido toda traza de horror cósmico. El espíritu de Alien: El octavo pasajero se palpa en cada escena, solo que con un terror mucho más acorde a nuestros tiempos. El uso de jumpscares es constante, y resulta digna de alabar la mezcla de sonido y la ominosa banda sonora, que se abre camino a través de unos sets completamente claustrofóbicos. La película no da tregua durante un solo minuto una vez consigue arrancar, resultando en una explosión de violencia, tensión y gore completamente satisfactoria.
Sin embargo, como ocurre con tantas otras sagas surgidas a lo largo de los setenta y ochenta, el cine sigue siendo el medio por excelencia. Y no es que Alien haya destacado especialmente en este sector durante los últimos años, al menos para la crítica especializada y el público general. Los planes de Scott pasaban por presentar una trilogía de precuelas que ahondaran en el nacimiento del xenomorfo y otras cuestiones precedentes al último vuelo de la Nostromo, pero de aquella propuesta solo conocimos dos películas: la polémica Prometheus y la detestada Alien: Covenant. Y, si bien ambas aportaban toneladas de lore a la saga, revelando el verdadero propósito de los Ingenieros y las ambiciones de Weyland-Yutani, ninguna de las dos películas generó suficiente interés como para que una culminación fuera posible.
Después de tamaño periodo de incertidumbre, Scott vuelve a la carga habiendo delegado en otro el trabajo narrativo. Esta vez, limitándose a la supervisión desde su puesto como productor, ha visto al uruguayo Fede Álvarez tomar las riendas de la saga con una película que no ha dejado indiferente a ninguno de sus espectadores. Se trata de Alien: Romulus, la última entrega de la franquicia, una cinta cargada de acción y terror cósmico que recupera las raíces de la primera película en lo que termina siendo una auténtica carta de amor a todo este universo inmortal.
El póster es una declaración de intenciones
Conocido por No respires y el remake/retelling de Posesión Infernal estrenado en 2013, Fede Álvarez ha demostrado con creces estar a la altura de los requerimientos del terror contemporáneo. Sin embargo, lleva un paso más allá su talento para provocar horror e inquietud con esta película, que supone su trabajo más redondo hasta la fecha. Alien: Romulus bebe directamente de la angustia que se palpaba en El octavo pasajero, donde el verdadero terror provenía del desconocimiento. Ha pasado mucho tiempo y ya no hay secretos en lo que a anatomía y habilidades del xenomorfo se refiere, pero Álvarez se las apaña para jugar con las sombras, todo lo que no vemos y la escala de las bestias, factores en los que se apoya un soberbio uso de los efectos prácticos. Resultan igualmente espantosos (en el buen sentido) los atrapacaras de esta entrega, quizá los más hostiles de toda la franquicia.
El propio guion también retrotrae automáticamente a lo visto hace casi medio siglo, con un puñado de pasajeros que van cayendo poco a poco frente al desconocimiento y el escepticismo. En todo esto hay que destacar al personaje de Rain, que se convierte en una Ripley 2.0 tanto en lo visual (su manejo de armas apela completamente a Aliens: El regreso) como en lo que a carácter se refiere, pero siendo al mismo tiempo lo suficientemente autónoma como para no caer en un ejercicio de nostalgia barata.
Todo hay que decir que Alien: Romulus bebe constantemente de esa nostalgia, pero con suficiente inteligencia como para no meter la pata. Múltiples momentos recuerdan a escenas icónicas de la saga (el vacío del espacio como último recurso y el "aléjate de ella, puerca") nunca fallan, aunque quizá sea cierto que la película comete cierto error al caer en un recurso fácil: recuperar al fallecido actor Ian Holm, quien interpretó al sintético Ash en la película original, y que aquí tiene un papel similar a través de un deepfake poco convincente. Aunque es un buen ejercicio de continuidad, resulta casi irrespetuoso a la memoria del intérprete, cuyo personaje bien podría haber sido encarnado por alguna de las otras muchas caras robóticas que hemos conocido a lo largo de la franquicia.
La nueva Ripley
Aun así, no todo es nostalgia: la película tampoco olvida las entregas más recientes, esas tan denostadas pero que, por su empeño de contar algo nuevo, acumulan millones de fanáticos que se quedaron con la miel en los labios tras la cancelación de la tercera entrega. Y, aunque Alien: Romulus no sea la culminación de esa trilogía, sí que ha sabido tomar sutiles elementos de aquellas dos películas para utilizarlos a favor de su narrativa y acercarlos al resto de la saga.
En Prometheus conocimos una sustancia llamada Fuego de Prometeo, que al principio de la cinta ingería uno de los Ingenieros (la raza suprema de la galaxia) para propagar la vida en la Tierra y posteriormente a la humanidad a través de su sacrificio. Peter Wayland iba en busca de aquella sustancia dadora de vida, capaz también de aniquilar civilizaciones enteras, como vimos en Alien: Covenant de la mano del perverso sintético David. Y no es hasta esta nueva entrega que hemos descubierto cuáles eran las verdaderas intenciones de la compañía intergaláctica respecto a este fluido negruzco.
Todo esto nos lleva directamente al tercer acto de la película, quizá el movimiento más arriesgado pero también el más interesante por la novedad que propone. Y es que, debidamente sintetizado, el Fuego de Prometeo es capaz de llevar la vida al extremo. Esto resulta en criaturas híbridas entre la letalidad del xenomorfo y las características propias del consumidor, como se nos deja intuir a través de una rata. Lo que resulta aún más sorprendente es ver a ese colosal humanoide final, cuya anatomía recuerda parcialmente a la de los Ingenieros, cuyo ADN está presente en las profundidades del cuerpo humano y que sale a la luz con este amago de monstruosa perfección. El concepto es un deleite de horror que, además, hace justicia a la infravalorada Prometheus cuando todo parecía perdido para sus fanáticos.
La combinación de efectos prácticos y CGI resulta en algo maravilloso
Como se ha dicho anteriormente, el aporte terrorífico es quizá lo más destacable, teniendo en cuenta que la franquicia ha derivado con los años en algo mucho más centrado en la acción, habiéndose perdido toda traza de horror cósmico. El espíritu de Alien: El octavo pasajero se palpa en cada escena, solo que con un terror mucho más acorde a nuestros tiempos. El uso de jumpscares es constante, y resulta digna de alabar la mezcla de sonido y la ominosa banda sonora, que se abre camino a través de unos sets completamente claustrofóbicos. La película no da tregua durante un solo minuto una vez consigue arrancar, resultando en una explosión de violencia, tensión y gore completamente satisfactoria.
Pese a todo, los xenomorfos no ejercen en esta ocasión como principal fuerza antagónica sino más bien como enemigo a abatir: es la propia corporación Wayland-Yutani la villana central, llevándose a cabo una severa crítica al capitalismo donde la explotación laboral y los abusos de los grandes conglomerados destruyen a una clase trabajadora que sueña con la liberación. Los dos androides presentes a lo largo de la película son el vínculo con esta empresa, representando el hastío del proletariado minero frente a quienes les hacen la vida imposible. En este aspecto destaca el sintético Andy, cuya dualidad resulta especialmente interesante y da pie a algunas de las interacciones entre personajes más curiosas.
Hablando de los personajes, hay que decir que quizá no sean los más carismáticos de toda la franquicia. La construcción de los dos principales, Rain y Andy, permite al espectador empatizar y entender su sufrimiento, pero no puede decirse lo mismo del resto: son meras víctimas que parecen homenajear a los odiosos adolescentes del slasher ochentero, que hacían desear que fueran asesinados por el antagonista con tal de no volver a verlos en pantalla. El ritmo frenético de la película no permite muchos descansos ni conversaciones, de ahí quizá que sus personalidades queden a deber.
David Jonsson no es Michael Fassbender, pero lo borda igualmente
En resumen, Alien: Covenant es una película casi perfecta, completamente inmersiva y que hace justicia a la saga a través de su carrusel de acción y horror que le permite abrazar las mejores ideas de cada una de sus predecesoras. Hace justicia al concepto original, pero tampoco se olvida de tratar y expandir el lore mientras innova con propuestas que no desmerecen nada de lo visto previamente. Es disfrute puro y duro, capaz de causar escalofríos y mantener al espectador aferrado a la butaca durante todo su metraje.
Para los neófitos, será una experiencia similar a la que disfrutaron quienes vieron Alien: El octavo pasajero por primera vez en el cine, allá por 1979; para los veteranos, nada mejor que la cinta de Fede Álvarez y compañía para reavivar la pasión por la saga y devolver a una de las franquicias más icónicas de todos los tiempos el honor que siempre ha merecido.
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