MS. MARVEL: El dilema de la empatía / Análisis

 Años antes de su triste fallecimiento, Stan Lee repitió en sendas ocasiones que, al crear a Spiderman junto a Steve Ditko, la máscara jugó un papel fundamental. Pues, aunque todos supiéramos que quien se escondía debajo era el retraído y tímido Peter Parker, ninguno de los habitantes del Universo Marvel sabía la verdad. Spiderman podía ser cualquiera, sin importar su raza, edad o intereses. El personaje fue ya de por sí revolucionario por su forma de conectar con un público joven, precario y estudiantil, gente que, como Peter Parker, no podía pagarse el alquiler o tenía que lidiar con los cuidados de un familiar de edad avanzada. Pero fue la máscara lo que marcó la diferencia, lo que lo convirtió en un icono adorado por todos, lo que lograría que, incluso sesenta años después de su creación, siga liderando las listas de los favoritos. 

Pero ninguno de nosotros (que yo sepa, al menos) es un huérfano adolescente de Queens que estudia ciencias y vive con su tía, ni tampoco nos ha picado una araña ni el padre de nuestro mejor amigo trata de matarnos tirándonos calabazas explosivas vestido de una criatura mitológica. Tampoco nos han tirado a la novia de un puente, nos han suplantado el cuerpo o se nos ha adherido un moco negro al cuerpo, pero seguimos conectando con él. Todos somos Peter Parker, todos somos Spiderman, así será siempre, por los siglos de los siglos.

Entonces, ¿por qué no podemos ser Kamala Khan?



La serie de Ms. Marvel ha irrumpido con la polémica servida, aunque esto no es novedad. Si películas como Capitana Marvel ya sacaron lo peor de cierto sector, podía esperarse lo peor tras la llegada de una chica pakistaní y musulmana al Universo Cinematográfico de Marvel. La oleada de odio no ha sido tan vasta como se preveía (quizá porque la serie no ha llegado tan lejos aún como sus predecesoras), pero no ha tardado en desatarse el debate: ¿podemos empatizar con alguien tan diferente física, social y culturalmente a nosotros?

No creo que haga falta ni planteárselo: la respuesta es un rotundo sí. Yo mismo pensé que no conectaría con la serie cuando vi el tráiler, principalmente por el espíritu de serie de adolescentes de los dos mil, la típica comedia sin gracia que emitían en Disney Channel. Pero el primer capítulo me sorprendió para bien, cautivándome con su esencia fresca y divertida y una protagonista que es puro carisma. Porque sí, Kamala es musulmana, de ascendencia pakistaní y tiene dieciséis años, pero hay algo que la hace destacar por encima de todo lo demás: es una friki desmedida como cualquier fanático del UCM. La devoción que siente por Capitana Marvel entronca directamente con todas las niñas que se ilusionaron por ver despegar en marzo de 2019 a la heroína cósmica, y su gusto por contar historias protagonizadas por sus superhéroes favoritos nos recuerda a todas las veces que soñamos con ellos y sus grandes epopeyas. Sencillas escenas como aquella en la que imagina a Carol sobrevolando Nueva Jersey mientras va en coche me retrotraen a todas esas veces en las que, durante un largo viaje, imaginaba a Superman surcando los cielos para proteger a la humanidad. Ese espíritu de fanatismo y absoluto compromiso por sus héroes, de vivir en un constante sueño de abstracción y evadirse de la realidad, es lo que la conecta con todos nosotros. Todos somos Kamala, incluso aquellos que se niegan a aceptar la realidad. Al niño que llevamos dentro no se lo puede callar. 


Pero, aunque no fuera así, incluso bajo otras condiciones, ¿acaso sería todo lo demás motivo para rechazar al personaje? ¿Tan ciegos estamos como para negarnos a conectar con alguien a simple vista distinto a nosotros? ¿Tan egoístas nos hemos convertido con el paso de los años? Desde la infancia, nunca hemos tenido problemas en vernos reflejados en tantísimos grandes referentes de la ficción. Quizá fuera un extraterrestre llegado a la Tierra para convertirse en su mayor defensor, un huérfano millonario entrenado para la acción o un soldado de la Segunda Guerra Mundial. O tal vez una bruja balcánica que busca desesperadamente a sus hijos, un soldado con un trastorno disociativo, una paciente oncológica que adquiere los poderes de un dios nórdico, un niño que se convierte en adulto cuando exclama una palabra, un monstruo hecho de vegetación que vive en un pantano, una espía rusa o incluso un titán morado enamorado de la muerte. 

Nunca nos hemos parado a pensar de forma tan sosegada en esa representación. Simplemente lo dejábamos ser, que nos llevara la corriente, limitándonos a disfrutar de las horas de evasión que nuestros héroes pudieran ofrecernos. No importaba que fueran estudiantes, el dios al que le rezaran o su procedencia geográfica: eran nuestros héroes por sus actos, porque nos inspiran a ser mejores personas y a perseguir nuestros sueños. Ellos eran nuestros superpoderes, y seguirán siéndolo mientras no permitamos que nadie nos arrebate la ilusión. 

Por eso es tan importante seguir disfrutando. Tal como Kamala abstraída mientras el señor Wilson le suelta un sermón sobre su futuro, estos productos pueden significarlo todo para algunos de nosotros. Son cuarenta minutos de alivio y olvido cada miércoles, una alegría que te saca una olvida y consigue que nada de todo lo demás parezca tan malo. Todo cuanto nos queda es seguir ese camino de estrellas y mirar hacia arriba, más lejos, más alto, más rápido. Disfrutar de estos productos se basa en la empatía, una conexión que va más allá de lo físico. Nunca llegaremos a conocer a Kamala Khan, y seguramente tampoco a su intérprete, pero, durante algo más de media hora cada semana, será nuestra amiga inseparable. Y entonces no importarán las etnias, las creencias religiosas ni nada que pueda alarmar a cualquier extremista: lo único relevante será que nos ayudó a comprender que nunca hemos estado solos. 

Todos somos Kamala Khan. 


Comentarios

Los más leídos